lunes, noviembre 21, 2011

Historia del Mundo Angélico (versión unificada).


Aviso previo: La historia que aparece en este post fue posteriormente publicada en forma de libro. El libro presenta esta historia mejorada y ampliada. Se puede descargar gratuitamente en pdf en este link:

https://goo.gl/mNsjmY

Historia de la antigua y poco conocida historia de la creación de los ángeles tal como se la contó un ángel a ad patrem Iosephum Antonium Forteam, anno Domini MMXI, sub pontificatu Benedicti P.M. XVI.
Un día, leyendo un libro piadoso, se me ocurrió escribir una historia de los ángeles y arcángeles. Sería una ficción, una ficción teológica, basada en la Sagrada Escritura.
Toda la crónica de la creación de los ángeles se basaría en la Palabra de Dios y en la razón. Expresamente, no quise echar mano de revelaciones privadas. Aunque conozco las de sor María de Jesús de Ágreda. Confío en que nadie lo tome tales líneas como reveladas.
Debo advertir que no he leído El Paraiso Perdido de Milton. Nunca he logrado pasar de la primera página. Con ese libro me pasa como con La Divina Comedia. Doy comienzo a una crónica que confío que nos haga amar más a estos queridos hijos de Dios que siempre nos ayudan.
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HISTORIA DEL MUNDO ANGÉLICO
En el mundo hay miles de historias, millones de historias. Historias de personas, historias de naciones. Ésta no es una historia más. En el mundo hay historias muy antiguas. Pero ésta es la historia más antigua. Antes de ésta no hay historia alguna. De hecho, ésta historia tuvo lugar antes del Tiempo. Es la Historia del Mundo Angélico.
Yo, un ángel os la voy a contar a vosotros, humanos, aunque no podáis entender muchas cosas, aunque tenga que recurrir a comparaciones humanas para que podáis comprender lo incomprensible. Doy comienzo a mi crónica.
En el principio estaba el Ser, el Ser Infinito, la Trinidad Sublime. Imaginaos a Dios como una inmensa esfera de luz blanquísima. De nuevo os recuerdo que debo recurrir a términos limitados, a comparaciones, para expresar lo que es incomparable. Dios no es una esfera, Dios no tiene forma geométrica alguna. Pero os pido que os imaginéis mi historia de un modo visual. Imaginaos a al Gran Dios como una esfera de luz de proporciones infinitas.
Esa Esfera de Luz estaba en medio de la Nada. Una Esfera resplandeciente en mitad de la oscuridad más absoluta, la oscuridad perfecta. Al principio sólo existía esa Esfera. Nadie la contemplaba, nadie la podía ver, porque no había nadie. Esa esfera con la Vida Trina era Luz, y era grande como millares de océanos de luz. Era grande como millares de millares de universos.
La Vida Trina latía en su interior, fluía en el seno de esa Esfera. De pronto, ocurrió algo. Era la primera vez que ocurría algo hacia fuera de la Esfera. No podemos decir que ocurrió tras millones de millones de siglos, porque en realidad no había Tiempo. Pero entre ese antes y ese después hubo mil eternidades, y después eternidad tras eternidad. Antes del primer AHORA, hubo una serie incontable de siglos de no-tiempo.
Y así, en el momento previsto, en el instante exacto, antes del cual no hubo un instante, una voz poderosa resonó en el interior de la Esfera y dijo: ¡Hágase! Y de la Esfera más grande que mil océanos de blancura surgió una luz. Aquel acto fue como una flor que extendiera sus pétalos blancos. Ese instante semejaba como una corola de la que surgiesen hacia fuera sus pétalos. Aquello parecía como una explosión de luz a cámara lenta.

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Si uno se aproximaba a esa luz, veía que cada haz de luz estaba formado por millones de millones de seres angélicos. Cada naturaleza angélica era como un pequeño sol. Los había de todos los tamaños. Cada uno tenía un tono de luz, cada uno emitía una música particular. Cada uno, si se me permite la expresión, con un rostro atónito, felizmente atónito, ante el espectáculo del acto creador.
Los ángeles más grandiosos se hallaban suspendidos como tocando a la Esfera. Cada ángel superior tenía otros menores alrededor de él, como planetas que rodean a un astro. Cada uno de los satélites tenía a su vez otros espíritus angélicos que eran como satélites de los planetas. Y así podíamos ver que había centenares de jerarquías angélicas. Cada ángel dependía de otro ángel superior. Los ángeles superiores, menores e intermedios formaban innumerables niveles, complejísimas rotaciones, innumerables jerarquías, complicadas series de niveles, de escalones, como si de una zoología infinita se tratara.
¿A qué compararemos la visión de ese acto creador? Era como si la Gran Esfera estuviera rodeada por brumas. Esas brumas eran como Vía Lácteas. Cada una de estas Vía Lácteas estaba formada por millones de millones de seres angélicos. Toda la Esfera estaba cubierta de estas nebulosas. Partes de la superficie de la Esfera estaban más densamente cubiertas. En otras partes, esas nubes era como si se deshilachasen hacia fuera. Y seguían surgiendo más y más de estas nebulosas del interior de la Esfera. Era como si del seno del Ser Infinito fluyeran ríos grandiosos de luz. Universos y universos de ángeles salían de la Esfera Incomparable.
Aquellos ríos parecían no agotarse. Unos surgían con fuerza hacia fuera, se doblaban como atraídos por la fuerza de atracción de la Esfera de la que surgían, y retornaban hacia la Esfera recorriendo su superficie inacabable. Otros ríos salían expelidos con vigor y se adentraban en la nada exterior, formando espirales, mezclándose a su vez con otras espirales angélicas, combinándose en más y más increibles volutas de luz que se arremolinaban, que giraban alrededor de sí mismas, formando centros y más centros angélicos.
Cómo un órgano catedralicio al que con dos manos se le presionan diez notas a la vez con todos sus registros en una magnífica armonía, con todos sus tubos a pleno pulmón, y que tras alcanzar el climax, el sonido se difumina perdiéndose en las bóvedas, así también los ríos de luz que surgían de la Esfera fueron debilitándose en una especie de eco que se extingue lleno de majestad. Ese eco sinfónico se fue desvaneciendo, hasta que el último brazo de luz se despegó del Océano de Luz de la Esfera: la Creación de los ángeles había acabado. El último ángel había sido creado.
El número de los ángeles era incalculable, pero hubo un último. Decir que eran trillones de trillones era poco. Dios había sido extraordinariamente generoso al crear. Dios había querido comunicar el gozo del ser de un modo espléndido, feliz de que fueran muchos los que pudieran existir.

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Todos los espíritus estaban sorprendidos. Habían sido lanzados a la existencia. Habían pasado de la nada a existir de golpe. Aquello era como millones de seres que se hubieran acabado de despertar. Pero no sólo no estaban somnolientos, sino que por el contrario estaban llenos de vida. Las nebulosas bullían de vida alrededor de la Esfera de Vida. La vida se agitaba en ellos por la felicidad de existir.
Los espíritus se miraban a sí mismos, se conocían, volvían a mirarse entre sí sorpendidos, admiraban al gran ángel alrededor del cual se movían. Divisaban la magnitud de los gigantescos astros angélicos. Y en el centro de todo: el Divino Océano Infinito de Luz del que habían salido. Era como estar en el flanco de un gran mar. Podríamos decir que estaban suspendidos, flotando en el aire, levitando sobre un océano. Pero en ese caso no tenía sentido afirmar que se estaba encima o en un flanco de ese Mar. La Esfera parecía ilimitada. No había ni abajo, ni arriba.
Ese Océano Divino estaba en silencio, todos le contemplaban admirados: constituía en sí mismo un espectáculo. Porque esa Luz era amor, sabiduría, belleza. De pronto, la Esfera habló. Era la primera vez que resonaba su voz fuera de su seno. Su voz resultó el hecho más impresionante que uno pueda imaginarse. La voz de Dios dirigiéndose a millones de millónes de espíritus angélicos.

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Era un voz potente, grave, llena de poder. Era una voz que podía doblar el hierro, tronchar los cedros. Aun no existía el hierro, aun no habían crecido los cedros, pero si hubiera sido creado un orbe, los pilares de la tierra no hubieran resistido el poder de la primera sílaba de la primera palabra. Ante la aparición de su voz, todos los ángeles dieron un paso hacia atrás, como el que recibe la embestida del viento.
Decir que era una voz poderosa, no es hacerle justicia. Era la cosa más poderosa que uno pudiera imaginarse. Y al mismo tiempo, sus palabras eran amorosas, estaban colmadas de ternura. Eran las palabras de un padre. Nada en ellas había de amenazador, sólo cariño.
Dios nos habló. Nos explicó quién era Él. Nos explicó quiénes éramos, para qué nos había creado, qué esperaba de nosotros, lo que debíamos y lo que no debíamos hacer. Dios nos hizo de Maestro, le escuchamos con la boca abierta.
Pero no hablaba todo el tiempo. En su discurso, en su explicación del Ser y del ser, en su explicación de todo, había, como si de una sinfonía se tratase, momentos de silencio. Y nos preguntaba. Nosotros le respondíamos, le preguntábamos, individual y colectivamente. Dialogábamos con Él como unos hijos con un padre. Verdaderamente era un padre. Éramos como polluelos alrededor de una gallina. Nos sentíamos calientes bajo sus alas. Nos sentíamos protegidos.
¿De qué nos podíamos sentir protegidos? ¿Cómo podíamos conocer la sensación de temor? Nos sentíamos seguros frente al vacío de la Nada, frente a la inseguridad de no saber. Él nos daba certeza frente a la duda. Él nos ofrecía el firme fundadmento de saber de dónde veníamos, quiénes éramos, adónde íbamos, cuál era el sentido de todo. Sin Él hubiéramos sido naúfragos en medio del vacío. Sin Él nos hubiéramos sentido abandonados en mitad de esas soledades. Pero con Él, no: lo llenaba todo.

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Y nuestro Maestro seguía paciente y amorosamente respondiendo a sus hijos. Podía responder a millones de seres a la vez. Éramos tantos, y cada uno escuchaba distintamente su voz. Nosotros los ángeles podíamos escuchar las palabras de muchos ángeles dirigiéndose a Dios, y simultáneamente podíamos hacerle preguntas. Nosotros ángeles podíamos atender sin problema en medio de aquel tapiz de voces, cada uno según el poder de su inteligencia.
En medio de aquella sinfonía, formulábamos a coro una cuestión a Dios. Pero en medio de esa coral, un pequeño espíritu podía hacerle una pequeña pregunta a Dios. Había conversaciones colectivas, se daban conversaciones individuales. Otras conversaciones eran, porque así lo querían, privadas, personales.
Y no sólo preguntábamos, también le dábamos gracias, gracias por todo. Y también nos comunicábamos entre nosotros.
Los ángeles más inteligentes comprendían mejor lo que decía la Esfera, y nos lo explicaban a los inferiores. Nosotros a nuestra vez explicábamos detalles a los ángeles inferiores.
Todos entendían el discurso de Dios, pero los ángeles superiores nos hacían ver que habíamos captado sólo una parte de la profundidad de su discurso.
Entre nosotros nos enseñábamos, y en conjunto profundizábamos con nuestros intelectos en ese Océano Infinito de Luz que teníamos delante. Íbamos viendo más claro quién era el Hacedor, la Fuente, el Sol de Santidad. Casi sin darnos cuenta, íbamos creando construcciones intelectuales. Éramos seres intelectuales y disfrutábamos sumergiéndonos con nuestras mentes en esa Esfera sin fin. Podíamos sumergirnos en Él sólo con nuestra inteligencia, sólo con nuestro conocimiento. Cuanto más conocíamos, más queríamos conocer. Éramos como exploradores de lo que teníamos delante. Nuestras construcciones lógicas, metafísicas, teológicas acerca de la Divinidad nos dejaban pasmados.
Algunos de nosotros, abrumados ante tanta belleza, comenzaron a organizarse para darle culto de un modo colectivo. Así comenzó la liturgia celeste, como respuesta ante semejante espectáculo de la Divinidad.
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Unos enseñaban a otros. Otros levantaban construcciones del intelecto. Había quienes se dedicaban más a la oración. Otros se afanaban en ir de un lugar a otro a ayudar a aquellos que tenían alguna dificultad en entender algo. Comenzó incluso a haber ascetas. Pues hubo quienes comenzaron a sacrificarse en el uso de sus potencias intelectuales, centrándose sólo en buscar la esencia de Dios a través de la adoración. Habrá entre vosotros, humanos, que me entenderán muy bien cuando afirmo el sacrificio que supone sacrificar las operaciones del intelecto que nos producen placer. Cuando se habla del placer, muchos piensan en la comida, la bebida y demás gozos del cuerpo. Pero también vosotros conocéis placeres del intelecto como escuchar una sinfonía, jugar una partida de ajedrez, leer un libro o escuchar una conferencia. También a vosotros os cuesta sacrificar las operaciones del intelecto que os gustan. También, a veces, mantener la presencia de Dios o dedicarse a la oración, es un sacrificio cuando uno quiere pensar y hacer otras cosas. Pero algunos de nosotros descubrieron este modo de hacer la voluntad Dios. Y quisieron desnudarse de todo lo que no fuera Dios mismo. Ellos deseaban, ante todo y sobre todo, arder de amor a Dios. Y dejaron todo lo demás. Algunos de estos ángeles ascetas se recluyeron en sí mismos para dedicarse sólo a la adoración de la Trinidad.
A vosotros, estos sacrificios os parecerán pequeños sacrificios. Pero os aseguro que algunos de nosotros hicieron sacrificios sólo comparables a aquellos humanos que renuncian a todos los placeres para irse a un desierto a dedicarse a la oración. Otros espíritus se centraron más en las obras de caridad, ayudando a las necesidades de otros espíritus: instruyendo, aconsejando, no dejando solos, siempre deseosos de que todos comprendieran cuanto más mejor a la Fuente. Otros se emplearon más en indagar las profundidades de la Ciencia del Ser Infinito. Pero no todo era conocimiento. El amor ya había aparecido, de forma natural, casi sin darnos cuenta. Amábamos. Cada uno en un grado, cada uno de un modo diferente y personal. Cada espíritu tenía su personalidad, su psicología. Cada uno amaba con una intensidad propia, cada uno poseía un amor único.
Yo comencé a admirar a algún Intelecto Superior. Su penetración en las más recónditas cuestiones de la Filosofía me parecía la obra de arte más increíble. Además, desde mi posición, podía proponerle nuevas cuestiones. Podía contrastar sus respuestas con otros altos intelectos. Entre nosotros los ángeles surgieron amistades. Pues no sólo conversábamos de cosas altas y sublimes, también nos conocíamos entre nosotros. Charlábamos de nuestras ilusiones, de nuestras forma de ver las cosas, incluso de nuestras anécdotas en nuestra sociedad, en nuestros grupos. Otros eran exploradores, se dedicaban a recorrer las regiones del mundo angélico. Otros bromeaban incluso. El sentido del humor es privilegio de los seres racionales. Hubo también espíritus que fueron más allá de la admiración, más allá de la amistad: se enamoraron. En su amor no había nada físico, no tenemos cuerpo, no tenemos rostro propiamente hablando. Pero el sentimiento que apareció entre algunos espíritus, insisto, era algo que iba más allá de un mero estar bien con el otro. Era verdadero amor. Amor espiritual.
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Otros espíritus se unieron para formar actos de adoración colectivos hacia el Creador. Esos actos de adoración fueron añadiendo más y más ángeles. Comenzaron de forma espontánea liturgias de alabanza a Dios. Nadie nos lo mandó. Surgieron. Surgieron como un impulso natural. Al final, todos formamos parte de la gran liturgia de todos los ángeles unidos en una sola adoración tributada al Eterno.
Nuestro incienso de alabanza no cesaba ni de noche ni de día, si hubiera habido día y noche. Pero vivíamos en un inacabable día, en una sempitarna luz. Nos rodeaba la noche, la oscuridad, el vacío, en no-ser. Pero nosotros emanábamos luz alrededor de la Luz. Éramos como constelaciones de luz, constelaciones de dicha.
Nuestra vida no era sólo liturgia, ni profundizaciones intelectuales. No todo eran grandes temas en nuestras conversaciones. También jugábamos. Nuestros juegos serían completamente incomprensibles para vosotros. Renuncio a explicároslos. Pero para que podáis al menos vislumbrar nuestros juegos, os diré que penséis que dos mentes humanas también pueden jugar entre sí, de un modo completamente intelectual. Es el caso de dos mentes humanas enfrentadas en un juego de ajedrez. Así también jugábamos entre nosotros en gran variedad de modos. Tratad de visualizar no un tablero de ajedrez de 64 casillas como los vuestros, sino un tablero de 100.000 casillas. Imaginaos que sobre ese tablero no hay 32 fichas como en vuestros ajedreces, sino 900 fichas con muchas más variedades que vuestros peones, torres, alfiles y el resto. Imaginaos que ese tablero no se extiende en dos dimensiones, sino en tres dimensiones. Que las casillas corren en todas las direcciones. Pensar en un juego, en realidad, que no es el ajedrez sino uno mucho más enrevesado. Y que en ese juego podemos intervenir no sólo dos jugadores, sino tres docenas. Si os podéis imaginar eso, podéis atisbar cómo nosotros los espíritus podemos jugar entre nosotros.
Nuestro mundo, a pesar de lo que os pueda parecer esto último, era muy distinto del vuestro. No había campos, no había bosques, no había ciudades, no había edificios. Sólo estaba Dios, nosotros y el vacío exterior. Era un mundo sin una sola cosa material, sin un solo instrumento. Era un mundo de presencias. Pero un mundo que nada tenía que envidiar vuestro planeta de ríos, selvas, islas, peces, montañas y arcos iris. Os lo repito, nuestro mundo nada tenía de aburrido.

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Y menos aburrido era porque, por lo que nos dijo el Hacedor, aquel mundo era sólo una etapa previa, una fase, una prueba. Pues aunque no pasaban los días, no había sol, ni pasaban los meses, ni los años, estaba transcurriendo una especie de tiempo, el evo. Un tiempo sutil, casi diríamos espiritual. Pues realizábamos operaciones espirituales, y por lo tanto había un antes y un después.
Más que decir que nosotros estábamos en ese tiempo, podríamos decir que cada uno de nosotros teníamos un tiempo. Cada ángel poseía un tiempo recluido en el interior de su esfera individual. Si bien existía una suma de antes y después entre todos nuestros tiempos. Y ese mosaico de tiempos individuales, conformaban el mosaico de nuestra Historia, la Historia de nuestro mundo angélico. Una Historia a la vera del Mar de Eternidad que era el Inmutable.
Inmersos cada uno en el evo, estábamos madurando, nos desarrollábamos. Pero el Señor no quería que sólo nos desarrolláramos intelectualmente, no sólo quería que nos hiciéramos amigos, no sólo quería que constituyéramos una sociedad y que gozásemos del ser. Sino que, ante todo, deseaba que desarrolláramos nuestra bondad, nuestras virtudes, nuestro amor.
Nuestros intelectos eran una gran cosa, pero muchísimo más grande era la parte más interior de nuestro espíritu. El espíritu de nuestro espíritu, digámoslo así. La parte más profunda, la más noble. Aquella que se desarrollaba sólo a través del amor. Los ángeles éramos luz, pero había una luz más pura dentro de nuestra luz. Una luz de amor dentro de nuestra luz intelectual. Una luz más bella dentro de la belleza de nuestra luz.
A través de la oración, de los actos de caridad, del sacrificio, del trabajo hecho en honor de Dios, podíamos llegar a ser inhabitados por el mismo Creador. Podíamos desarrollar esa capacidad de acoger la gracia de Dios.
Ese descubrimiento fue maravilloso. Todos nos afanamos en este deseo. Todos deseábamos ser buenos hijos de Dios.

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Cuando con nuestros ojos, mirábamos hacia Dios, veíamos ese Mar de Luz que es Dios. Pero, en realidad, si nos acercábamos (no físicamente, sino con nuestros intelectos) a ese Mar, descubríamos sorprendidos que ese Mar que creíamos que era Dios era en realidad el velo que cubría a Dios.
La Trinidad Santísima estaba oculta bajo velos de luz. Los velos eran tan inenarrables que durante un tiempo en ese evo tan distinto del tiempo, pensamos que ese Mar era Dios. Ahora veíamos ni si quiera aquello era Dios mismo. Era Dios sólo en el sentido de que Dios estaba detrás. Aquello era Dios en el sentido de que aquello era la manifestación de Dios.
Moisés que tanto tiempo después vería el Fuego de la Zarza Ardiente, escuchó cómo aquella manifestación le dijo: Yo soy el que soy. Y se postró ante ese Fuego Sagrado desde donde le hablaba la Voz. Pero, en realidad, ni siquiera ese Fuego era Dios.
Así también ese Mar de Luz, esa Esfera Grandiosa, era la manifestación de Dios, pero Dios estaba detrás. ¿Por qué? ¿Por qué no te nos muestras?, le preguntábamos llenos de deseo de ver su esencia. Pero Él nos dio que éste era nuestro tiempo de prueba, que ni los más sabios de entre nosotros entendíamos todos sus designidos, que todo tenía una razón.
Llegará un día, nos dijo, que desearéis poder poder volver a este tiempo, al tiempo en que no veíais mi Rostro, para poderme manifestar vuestro amor, para poderme manifestar que aun sin verme os fiabais de mí. Ahora es cuando podéis desarrollar vuestro amor en la oscuridad. Después, ya no tendrá mérito. Aprovechad el ahora que os parece tan largo, y que entonces os parecerá tan breve. Yo todo lo hago bien, y os doy un ahora que ya nunca más volverá.
Lo cierto es que aunque con nuestras inteligencias, lo entendíamos, a nuestros corazones les costaba aceptar esa espera. ¿Por qué a Dios le gusta hacernos esperar? Sin duda se trataba de un misterio del tiempo. El Gran Eterno nos daba un poco de tiempo, antes de un tiempo sin fin. ¿Por qué? Todo se descubriría. Pero aun no.
De forma que si tratábamos de sumergirnos en ese Mar de Luz, llegaba un momento en que las nubes eran gradualmente tan densas que no podíamos avanzar. Llegaba un momento que el Velo de Luz era tan cegador que no veíamos nada. El Fuego de la presencia de la Divinidad se hacía tan intenso, aun sin quemar, que era como si perdiéramos la consciencia y lentamente una marea suave nos devolvía hacia fuera, donde recobrábamos la consciencia. Detrás de ese velo, los que más penetraron, dijeron que se oía como el clamor de cientos de órganos en una armonía que iba más allá incluso de nuestras mentes, y ya os he dicho cuán grandes eran nuestras mentes.
Estas imágenes visuales les parecerán a algunos de vuestros teólogos humanos una antropomorfización inadecuada. Y tienen razón. Nosotros visualmente no veíamos nada con nuestros espíritus sin ojos. Nosotros recíbíamos especies inteligibles. Pero lo que percibíamos nosotros en esas percepciones al modo angélico, debo traducirlo a palabras, a conceptos, a imágenes que podáis entenderlo. Es como una traducción. Es como una parábola. Pero aunque lo que mi boca angélica os cuenta os parezca muy material, recordad que vuestros místicos recurren a este tipo de imágenes materiales para expresar lo espiritual.
Y digo esto, para que veáis lo difícil que es para mí expresaros con palabras humanas lo que nosotros percibíamos de Dios. Sí, era perfecto como una esfera grandiosa. Es decir, en su Ser reinaba una perfección como sólo se expresa en la geometría. Pero al mismo tiempo era grande como un mar. El mar que es estable pero tiene movimiento en sí. Dios estaba lleno de vida. Lo que nosotros veíamos era como una esfera infinita llena de mares de vida. Pero eso lo percíbamos a través de los rayos que atravesaban sus velos. La imagen del sol cuya luz sale arrolladora y límpida tras las nubes de una tormenta que escampa, es la imagen más aproximada. Reunid todos estos conceptos, y os haréis una idea aproximada.
Un sistema solar es como una parábola de Dios y nosotros. El problema en esta comparación es que el sol es finito. Pero recordad que nosotros veíamos la manifestación de Dios, la cual también era finita. Así como la manifestación de Dios que vio Moisés, también era finita. Sólo que la teofanía que aparecía ante nosotros, era una manifestación más grandiosa que cualquiera de las que han aparecido en la historia humana. Eso era necesario, porque nosotros mismos éramos grandiosos, éramos espíritus hechos a imagen y semejanza de Dios.

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La lección de Dios nos quedó clara. Sí, todo era una prueba. Debíamos esforzarnos, porque acabado el tiempo de prueba, seríamos admitidos a su presencia. Y cada uno recibiría según el amor que hubiera acumulado en esta fase. Nuestro mundo pasaría, en el sentido de que todos penetraríamos a la verdadera presencia de Dios. Ya estábamos en su presencia, pero en presencia de su manifestación, la cual era una mera sombra, un mero reflejo de su substancia. Algún día, entraríamos en la presencia de su Rostro, estaríamos ante su Esencia. Seríamos admitidos a contemplar el Misterio de los Misterios: la permanencia, generación y expiración de las Tres Personas de la Santísima Trinidad.
Estábamos excitados ante la esperanza. Estábamos en el Cielo, pero seríamos admitidos en el Cielo del Cielo. Estábamos ante la presencia de Dios, pero seríamos admitidos ante la verdadera presencia de Dios. Estábamos ante el Fuego, la Tiniebla, la Nube que vela la Divinidad, pero seríamos admitidos a través de todos esos velos hasta llegar ante Él. Estábamos ante Dios, pero seríamos admitidos a gozar de la Trinidad. El Padre, la Palabra, el Hálito. Todo resultaba misterioso. Dios que generaba una Palabra de su boca. Dios y la Palabra que expiraban un Viento Santo. Un Viento Santo que amaba al Padre y al Hijo. Todo era misterioso.
Dios nos había creado, pero no podía crear el amor. El amor debía ser nuestra respuesta. Dios no quería esclavos. Quería individuos libres que le amaran como un hijo ama a un Padre. Y no quería simplemente amor, deseaba que ese amor se desarrollara. Deseaba que nos santificáramos. Para nuestra santificación se precisaba de la libertad. Era necesario que no viéramos su Rostro. Pues una vez que lo contempláramos, su visión sería una fuerza tan arrolladora que ya no podríamos hacer otra cosa que amarlo. La santificación libre llena de generosidad, de entrega, de esfuerzo, sólo era posible ahora. Después ya sólo quedaría recoger los frutos. Dios no nos podía mostrar su rostro, a no ser que quisiera destruir este tiempo único e irrepetible que se nos concedía.
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Y así, los ángeles se aplicaban a hacer cada uno sus tareas de la mejor manera posible. Pues cada uno sentía una vocación. Desde nuestro interior sentíamos las mociones de la gracia. Además, cada uno tenía unas aptitudes, cada uno había recibido unas tareas dentro del inmenso entramado social que conformábamos.
Pero no todo era perfecto. Algunos ángeles perdían el tiempo en meras conversaciones. Algunos, además, despreciaban la inteligencia inferior de otros. Algunos comenzaron a criticar. Algunos se vanagloriaron de sus logros.
Nada de todo esto era grave. Pero era evidente que el Bien se desarrollaba, mas también cometíamos acciones no tan buenas, y algunas malas. Pero sólo pecados veniales. Algunos estaban como cansados de tanto alabar a Dios, de tanto conocer a Dios. Era como si quisieran distraerse. No había nada malo en ello. Se trataba de una imperfección, pero no había maldad en ello. Aun así resultaba evidente que algunos, dentro del amor a Dios, comenzaron a desviarse.
Para algunos ángeles, el mundo angélico fue convirtiéndose más en el centro de sus intereses. Para algunos el conocimiento se convirtió no en un medio que llevaba a Dios, sino en un fin en sí mismo. Nada malo había en ello. Pero de la perfección algunos pasaron a la mera bondad. Unos pocos cayeron en la lujuria del conocimiento.
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El amor se desarrolló en todas las jerarquías. Pero asímismo los defectos hicieron su aparición en todos los niveles. La libertad comenzaba a producir frutos variados. El libre albedrío se ramificaba en un sinfín de posibilidades entre el bien y el mal. Aparecieron verdaderos santos. Algunos espíritus se habían mundanizado bastante. Gozaban de cosas que no eran pecados, pero que les distraían totalmente del fin de aquella prueba. Algunos pecaron venialmente. También entre nosotros apareció la crítica, la ira, la envidia. La inteligencia no nos preservaba de los malos sentimientos.
No seáis duros con nosotros. También vosotros estáis frente a la Naturaleza, y no véis a Dios en ella. También vosotros conocéis la continua predicación del Universo, y no la escucháis. Y sea dicho de paso, el Cosmos entero es una buena parábola de Dios, y dicha no con palabras sino con una realidad incontestablemente material. Una parábola gigantesca. Sí, no seáis duros con nosotros.
A veces un pequeño ángel inferior demostraba un amor ardiente. En ocasiones te encontrabas con un poderoso Príncipe que se había retrasado bastante en el camino de la virtud. La liturgia celeste nos animaba a todos a recobrar el ánimo, a retornar al camino. Algunos ángeles se convirtieron en verdaderos predicadores. Otros ángeles ofrecían en sus manos el incienso de la oración de miles de ángeles. Algunos ángeles-sacerdotes recogían el oro del amor, el incienso de la oración y la mirra del ascetismo de multitudes de espíritus, y los presentaban en medio de esa liturgia ante la Divinidad. Si había una jerarquía de ángeles, dentro de los ángeles-sacerdote también existía una jerarquía propia.
Estos ángeles-sacerdote no dispensaban sacramentos, no usaban instrumentos, ni vestiduras. En nombre de todos, presentaban los dones espirituales ante Dios. Ellos, en nombre de todos, le ofrecían el sacrificio de adoración. El incienso de alabanza era formidable. Formaba como una gran columna de humo que ascendía delante de la Esfera, y recorría la superficie del Mar de Luz. Esa columna de humo en realidad no ascendía porque nuestro mundo no tenía ni arriba ni abajo. Esa columna de humo era, en definitiva, gloria.

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Todo eso en medio de cánticos, de corales como jamás podaís imaginar. Recordad que no tenemos voz humana. Todo eso en medio del danzar de los espíritus. Vosotros tenéis una liturgia de la Palabra, asímismo vosotros habéis tenido sacerdotes de una religión natural como Melquisedec. Pero nada de lo que conocéis os puede ayudar a imaginar la alabanza de los cielos angélicos. Y eso que no habíamos entrado en el Cielo del Cielo. Pero ya eso parecía el Cielo. Y era el Cielo. Pero aun a través de los velos, ya le adorábamos, ya lo amábamos.
En la cúspide de esta pirámide angélica, en el vértice de esta jerarquía, estaba el más admirable espíritu angélico: Lucifer. La obra maestra de Dios. El vértice de la Creación. El más poderoso. El más inteligente, era del más alto rango sacerdotal. El que oficiaba justo delante de la Esfera. Oficiaba revestido no con telas materiales de vestiduras sacerdotales, sino con dones admirables de naturaleza espiritual. Se presentaba ante el Omnipotente revestido de verdaderas gemas del intelecto. No voy a decir que Lucifer lucía una corona , porque en realidad él mismo era la corona de la Creación. Él mismo era corona, y él mismo estaba coronado con gemas intelectuales y espirituales. Sí, también espirituales, pues era bueno, muy bueno. Aunque no era el más santo. Pues la santidad no tiene que ver con la naturaleza. Otros ángeles más pequeños habían sido más generosos en el amor. No ama más el más inteligente. También los ángeles tenían su corazoncito. Aun así, Lucifer era muy bueno, y tenía preciosas gemas de naturaleza espiritual sobre su cabeza. Impresionante era la comprensión de la naturaleza de Dios que él tenía. Lucifer sondeaba los abismos del conocimiento de Dios como ningún otro ángel podía soñar hacer. Esto es importante, para entender lo que después sucedió.
No nos cansaremos en insistir acerca de lo descomunal que era Lucifer. Encumbrado como una montaña sobre las montañas. Alto como el sol más grande, en un mundo de soles.
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Lucifer había sido el primogénito de los creados. La primera obra que el Altísimo modeló con sus manos. Y se deleitó en hacer de él su obra maestra. Lo embelleció más y más. Lo hizo más y más grande. Le otorgó más y más poder. La inteligencia más grande después de Dios. Por encima de él, sólo Dios.
Cuando después contemplamos a ese Príncipe de los Príncipes, nos dio la sensación de que era como si Dios se hubiera entusiasmado con él al crearlo. Como si Dios se hubiera dejado llevar de una especie de frenesí, que le hubiera llevado a decir: más grande, todavía más grande.
Dios no se puede dejar llevar del entusiasmo, Dios no se puede dejar llevar del frenesí. Pero ciertamente Lucifer era su obra maestra. Vosotros no os podéis hacer idea de cómo era él cuando salió de las manos de Dios. Mirad, lo mismo que por muy grande que sea el Sol, cuando uno se pone detrás de la Luna, ésta la puede eclipsar totalmente, así también si uno se ponía detrás de Lucifer, daba la sensación de que él era el centro de todo.
Si uno se ponía detrás de él, como os he explicado con la Luna, uno a veces tenía la idea fugaz de que él parecía Dios. Sé que os puede sonar blasfemo. Pero si no no atisbáis esto, no entenderéis cómo tantos le pudieron después seguir. Nosotros no éramos tontos. No éramos niños a los que se puede engañar con un discurso de tres al cuarto. Os lo repito, si os poníais justo detrás de él en una determinada posición: él parecía Dios. Sólo cuando te movías y lo veías en comparación a Dios, entonces pensabas: ni siquiera él es Dios.
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Él fue el primero en surgir de Dios hacia la oscuridad de la noche, por eso se le llamó Estrella de la Mañana. Pues la Estrella de la Mañana es también la primera en aparecer en la oscuridad de la noche. Y ésta fue la primera estrella que brilló en la noche de la Creación. Después aparecieron todos los demás ángeles en el firmamento.
Lucifer significa también el que trae la luz. Y verdaderamente él nos traía la luz, porque nos explicaba tan bien cómo era Dios. Lucifer era bueno, amaba a Dios, tenía buenos sentimientos, sólo deseaba hacer el bien a los demás. Vosotros habéis oído hablar de él sólo de cuando ya era malo. Pero no fue siempre así. También él tuvo su historia. Verdaderamente, fue lo mejor de entre nosotros lo que se corrompió. Su bondad, su autoridad, su ascendiente eran completamente merecidos. Su boca habló de Dios, como nadie lo había hecho nunca. Cierto que los ángeles más santos nos explicaban a Dios de un modo más místico. Cierto que ellos nos revelaban misterios de Dios que sólo se pueden conocer por la connaturalidad que produce la santificación. Pero nadie explicó a Dios desde la mera inteligencia, como Lucifer lo hizo. Theologus Maximus, el teólogo máximo, ése era su sobrenombre. Su voz era una sinfonía. Su mirada penetraba hasta increíbles profundidades de las simas de Dios.
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Algunos entre nosotros eran Tronos, algunos eran Príncipes. Lucifer era Trono de los Tronos, Príncipe de los Príncipes. Si comprendierais cómo era esta obra maestra de Dios, entenderíais por qué Dios mismo elogia su propia obra en el Libro de Job al hablar del Leviatán. Ni siquiera su pecado ha destruido la obra del Creador. Incluso en su pecado, permaneció su fuerza. Incluso en su pecado siguen brillando las joyas que Dios puso sobre él. Entre los ángeles-sacerdotes había jerarquías. Lucifer era de la más alta jerarquía de los que ofrecían el sacrificio de alabanza. Él era el Sumo Sacerdote. Él presentaba fielmente nuestras oraciones ante Dios, nuestra alabanza. Su voz impresionante se levantaba por encima de nuestros coros para honrar el Nombre Sacratísimo. Antes he dicho que a él le llevaban nuestras alabanzas y oraciones para que se las presentara a Dios. Ese ángel sin igual era el altar donde se depositaba ese incienso.
Lucifer era admirable teólogo y sacerdote, Corona de la Creación, poderoso y sabio, Trono de los Tronos, Príncipe de los Príncipes. Hay una afirmación que lo resume todo: inferior sólo a Dios.
Algunos ángeles se excedían en su admiración por él. Algunos espíritus iban más allá de lo razonable, de lo justo, de lo adecuado. Pero eso no le afectó. Él era recto y honrado. Todos no sólo le respetábamos, sino que le queríamos. Era el espejo de Dios. La omnipotencia de Dios se reflejaba en él. Ciertamente que un reflejo no es igual a la realidad. Pero Dios Creador se reconocía a sí mismo en la criatura. Lucifer había sido hecho a imagen y semejanza de Dios. También el resto de las miriadas celestes, pero en él residía la más grande fuerza.
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Le admirábamos. Pero había algo que no sabíamos. Nosotros no lo sabíamos, pero Dios le hababa a menudo a solas. Le advertía que se dejaba llevar por pensamientos mundanos. No es que pensara cosas malas, no. Pero Lucifer se dispersaba en cosas que enfriaban su corazón. Sus propios proyectos intelectuales le quitaban tiempo de estar con Dios. La comunicación con otros ángeles fue ocupando más y más tiempo del que debería haber ocupado en la conversación con Dios. De forma casi imperceptible, su amor se fue enfriando.
No os equivoquéis: él no había cometido ni siquiera un pecado venial. Pero sin darse cuenta su psicología fue cambiando. Se trató de un cambio que estuvo muy oculto dentro de sí. Pero aunque nosotros no nos apercibimos, Dios sí que le hablaba a menudo; y le advertía.
Resulta difícil resumir en un par de párrafos una historia que fue muy larga, en la que hubo muchas fases, y regresos y vueltas a empezar. Dios nos lo contó todo mucho después. Pero en todas estas etapas, lo que sí que se veía claro es que hubo un acrecentamiento de la propia consideración que Lucifer tenía de sí mismo, pero no hubo ningun pecado. Aun así, Dios le habló tantas veces al corazón completamente a solas, porque sabía que se acercaba el momento de la Revelación que iba a realizar al mundo angélico. Y que Lucifer, lejos de prepararse mejor, había evolucionado de forma que podían darse fracturas en su voluntad firme de servir a su Creador.
De hecho, aunque nadie lo supo, el momento de la Revelación se retrasó para que Lucifer creciera en humildad. Dios después nos lo dijo. Varias veces retrasó ese momento. Varias veces le dijo que la Revelación iba a suponer una gran prueba para él y que tenía que prepararse.
Pero llegó un momento en que hubo que pensar en todos los ángeles y no sólo en la historia personal de uno de ellos, y llegó el momento de la Revelación. Se hizo el silencio en los Cielos, el firmamento calló, y Dios habló de un modo solemne.
Nos reveló que un día crearía un universo material. Vimos la vida florecer en él. Nos dijo que crearía a la Humanidad. Aquello nos llenó de alegría. El plan de Dios era algo que jamás se nos hubiera ocurrido.
Y entonces añadió que hasta ahora le habíamos adorado a Él como Dios, pero que ahora nos pedía algo más difícil: que le adorarámos hecho hombre.
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Dios se iba a hacer hombre, le debíamos adorar como Dios hecho hombre. Jesucristo será su nombre. La Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la cual para nosotros era un misterio, se revelaría a los humanos.
Eso nos dejó a todos petrificados. Dios hecho hombre iba a comer, a beber, a dormir, a ser picado por los mosquitos, a tropezar y caer en el suelo, a ser amamantado como una cría de mamífero. Aquella Esfera iba a reducirse al tamaño de una hormiga. Aquel Mar de Luz iba a convertirse en algo que comería como un perro o un gato. Pero eso no era todo. Se nos reveló la historia de iniquidad que corrompería a la los hombres. Esos seres finitos, ingratos, encima iban a rebelarse. No sólo no le iban a estar infinitamente agradecidos y dar gloria con todas las fuerzas de sus almas, sino que iban a rebelarse y lo iban a matar.
Jamás podréis haceros de una idea de nuestros sentimientos al ver que ese Dios que es Luz, que esa Segunda Persona que es Luz de Luz, ¡iba a ser crucificada! Ya era mucho la Encarnación. Pero la visión de la crucifixión fue algo apabullante. Se nos mostró la imagen del Crucificado y Dios nos dijo: adoradme bajo esta imagen.
No nos lo podíamos creer. Dios había cesado de hablar y el silencio del Cielo continuó. Estábamos atónitos. Lo más grande reducido a lo más pequeño. Lo más sublime, la Luz más inmaculada, reducida a una masa de carne sanguinolenta, luchando por respirar, cubierta de esputos, atormentada.
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Con vehemencia, con toda la fuerza de su corazón, algunos de nosotros hicimos genuflexión ante la imagen futura del Crucificado. Más y más les siguieron, arrodillándose, haciendo el acto de adoración más intenso que nunca hubiéramos visto nunca. En ese momento muchas inteligencias se humillaron ante los planes de Dios. Creímos en Dios. Hicimos un acto de fe en Dios. Si Dios decidía ese exceso, ese acto de amor más allá de toda medida, nosotros lo aceptábamos aunque no lo entendiéramos. El amor crecíó mucho entre los ángeles. El amor creció cualitativamente. Los ángeles ascetas fueron los primeros en doblar su rodilla.
Los ángeles iban adorando paulatinamente. Conforme sus inteligencias se rendían y sus voluntades abrazaban las decisiones de Dios, aun sin comprenderlas. Dios no nos probó por probarnos. En la prueba, el amor aumentó, se hizo distinto.
Lucifer estaba con la boca abierta. No podía creer lo que veía. Estába atónito. De pronto, un sentimiento le llenó de amargura: no había sido él el elegido para recibir la unión hipostática.
Él era mucho más noble y perfecto que un vulgar mamífero como el ser humano que andaba sobre dos patas. Si en alguien hubiera debido encarnarse Dios, ése era él. Por qué tomar una naturaleza humana, cuando podía haber tomado una naturaleza angélica.
El gran teólogo que era Lucifer ideó medios por los que tal unión hipostática hubiera podido haberse llevado a cabo sin perder su propio yo. Él, Lucifer, hubiera sido el vaso más perfecto para contener a la Divinidad hecha criatura sin dejar de ser Dios. ¿Por qué Dios escogía lo más imperfecto? ¿Por qué Dios no hacía lo más adecuado?, pensó. ¿Por qué Dios me humilla?
Muchos ángeles se volvieron a Lucifer. Su mirada era una pregunta llena de ansiedad. ¿Por qué no te arrodillas? El silencio y la mirada fija del Príncipe hizo que surgiera la inquietud en muchos. Más y más ángeles sorprendidos se volvieron hacia Lucifer: está inmóvil, él no se ha arrodillado. Sólo una quinta parte había adorado a Cristo Crucificado como Rey. El resto se hallaban aún digiriendo la dura idea.
La inmovilidad de Lucifer era enigmática como un pozo sin fondo. En vano escrutaban su gesto hierático, sus labios clausurados por el silencio, sus facciones pétreas como una montaña que no se mueve. El Príncipe les mostraba un rostro carente de gesto alguno, era una esfinge seria que entrecerraba los ojos lleno de majestad, de dignidad, de respeto hacia sí mismo. Lentamente abrió los labios y exclamó carente de emoción alguna: NO.
Pronunció esta palabra de forma seria y rotunda, sin ningún enfado. Fue como el NO de la dignidad. Lo pronunció como un rey desde su trono. Si él hubiera tenido pulso, éste no se habría acelerado lo más mínimo.
Miriadas de ángeles no podían creer lo que habían escuchado. No podían haber escuchado bien. Algo había pasado, tenía que haber alguna explicación: no podía ser aquello.
Lucifer, el Teólogo, el Sabio, volvió su rostro hacia los ángeles. No os dais cuenta de que esto no puede ser. De que Dios no nos puede pedir un sinsentido. No sois vosotros los que os tenéis que violentar para aceptar lo inaceptable. Es Dios quien ha hecho algo incorrecto.
Hubo exclamaciones en todo el mundo angélico. Unas de incredulidad, otras airadas. Voces sueltas se pusieron frente a Lucifer. Pero él siguió su razonamiento. Hablaba como un maestro, había seguridad en su voz, daba razones. Detrás lo que había era resentimiento. Pero no mostró ni un ápice de ese sentimiento. Ni él mismo era consciente de que reaccionaba bajo la embriaguez del orgullo herido.
Muchos entre los ángeles siguieron humillándose ante la imagen del Crucificado. De inmediato multitudes rehusaron seguir escuchándo al Rebelde, volvieron la espalda a Lucifer y miraron la revelación de Jesucristo reconociéndolo como futuro Rey; mientras las palabras malditas de la rebelión seguían resonando en todos los ángeles.
Más y más angeles se dijeron: tiene razón, Dios no puede pedirnos algo contrario a la lógica. La duda apareció. Hay que tener en cuenta que los ángeles todavía no veían a Dios. Tenían que tener fe. Tenían que fiarse. Sólo veíamos ese Mar de Luz. Sí, distinto de todos los ángeles. Habíamos salido de Él. ¿Pero y si, al final, Dios no era Dios? ¿Y si Dios sólo era un ángel muy poderoso? ¿Y si sólo era un Lucifer más grande? ¿Y si Dios era sólo un espíritu finito de otra especie, cualitativamente superior, pero finito al fin y al cabo?
En cualquier caso, el puñal había sido clavado en muchas mentes: si Dios nos pide algo incorrecto, entonces ya no es Dios. La duda era difícil de expulsar de nuestros corazones. Las razones de Lucifer se clavaron como puñales en nuestras mentes.
Más ángeles salieron en defensa de la obediencia a Dios: debemos tener fe en Él. Él nos ha creado. Pero el discurso luciferino era duro como el hierro, afilado como una espada. Conforme sus razonamientos avanzaban algunos se dieron cuenta de lo venenosas que eran sus palabras. Algunos comenzaron a hacer coro con Lucifer. ¿Por qué ser humildes? ¿Por qué ser obedientes? ¿Por qué someternos? ¿Por qué no podemos ser libres? Satán no quería hacer daño a nadie, no quería hacer de menos a nadie, sólo quería libertad, el imperio de la razón. Había comenzado la guerra.
Las razones se hicieron cada vez más hirientes, cada vez más personales. Se destilaron venenos más y más ponzoñosos. Se faltó el respeto a Dios. Dios ya no era más que un opresor. Había muchos espíritus indecisos. El número de los que se arrodillaban continuaba creciendo. Pero también el número de los que no veían claro y se ponían bajo la sombra de Lucifer. Los luciferianos hablaban entre ellos. Trataban de averiguar la verdad, pero al mismo tiempo reconocían lo embriagante que resultaba la idea de la completa independencia, de ser ellos los artífices de un nuevo orden de cosas. El futuro era de ellos.
¿Por qué tener que someterse a un Dios que imponía normas contrarias a la dignidad de los ángeles? Bajo Dios había mandamientos, había prohibiciones. Dios enseñaba un camino de renuncia, de sacrificio, de ascetismo intelectual. El deseo de la propia gloria, de ser seguido, tenía un sabor especial. También un ángel podía romper las reglas. Aquello era embriagante. Sí, ¿por qué no ser autónomos? Libertad fue la palabra que más repitieron. Teníamos cadenas y no nos habíamos dado cuenta. Teníamos un yugo invisible sobre nuestros espíritus, y ahora nos hemos liberado de él.
Lucifer y sus seguidores se alejaron de ese Mar de Luz. Un poco más lejos de esa atracción espiritual de la Esfera estaba su propio destino, podrian ser ellos, decidir por su cuenta. Dios lo que no quería era que se convirtieran en pequeños dioses. Quería reservarse para sí el carácter divino. ¿Por qué no podían tratarse de igual a igual? Lentamente, se fueron distanciando de esa Esfera cuyo peso cada vez se les hacía más insoportable. El bando de los obedientes a Dios luchaba con denuedo. No sólo ofrecían razones, algunos ofrecían sacrificios espirituales, otros se dedicaban más a la oración para que la verdad volviera a prevalecer, otros investigaban la Teología, la Filosofía, la Lógica, para poder oponer razones nuevas y mejores. Fue una lucha con armas intelectuales, no había otro tipo de armas, no tenían cuerpos.
El número de los que no se arrodillaron en un primer momento llegó a ser de un tercio de todos los ángeles. Pero después, gracias a la lucha, al denodado esfuerzo de algunos, uno a uno se fueron humillando ante Dios. El número de los rebeldes se fue reduciendo. Por eso Lucifer se alzó con un furor inaudito y utilizó todo el poder de su persuasión, movilizó a todos los que le apoyaban, y comenzó a organizar una ofensiva en toda en regla: no queria quedarse solo. Aquello ya no era simplemente pertinacia y soberbia, su tono se volvió agrio. La acritud se fue avinagrando de un modo cada vez más intenso.
Y no era Lucifer el más radical. No era el más grande el más extremista. Le rodeaban grupúsculos de seres sin importancia que quisieron hacerse un nombre. Luzbel no sólo no les detuvo, sino que les apacentó. Durante un tiempo Belcebú quiso aparecer como el término medio entre dos extremos, el de la sumisión absoluta y el de la rebelión que alza el puño hacia lo alto. Pero, imperceptiblemente, se fue deslizando por la colina de su ego. Lo que sí que notó él mismo es que se fue llenando de odio. Sus razones, al final, cada vez iban más cargadas de blasfemia. Un nuevo fuego fue prendiendo en él y entre los caídos. Con la amargura de ver que cada vez más le dejaban. Los que le dejaban no es que le hubieran seguido, pero habían sido atrapados en las redes de la duda. Habían caído en un terreno intermedio entre el Diablo y el Hacedor. Pero más y más contemplaban horrorizados la metamorfosis.
Muchos ángeles extendieron su brazo y le señalaron gritando con voz dura como el mármol: tú, Lucifer, te has convertido en Belcebú. Otros le gritaron: ¡Satanás! Las altas jerarquías exclamaron a coro: eres el Diablo. Así recibió muchos nombres. Nombres que han permanecido hasta hoy.
Lo cierto es que los rebeldes fueron reducidos a una quinta parte de los ángeles. Fue entonces cuando Dios habló. Y nos dijo a todos lo que habíamos hecho bien y lo que habíamos hecho mal. Aun así los inicuos se mantuvieron en sus posiciones. Dios habló como un padre. También habló como Rey.
Después el Señor añadió: Pero no os he revelado todo, para evitar que fueran más lo que desobedecieran en ese primer momento. Aún hay otra cosa que os voy a manifestar para consumaros en la fe, para que vuestro amor sea perfecto, para que me sirvaís con obras de amor perfecto. Dios hecho hombre nacerá de una mujer. A esa mujer la ornaré con gracia sobre toda gracia. Sus virtudes y amor, su heroísmo en mi servicio serán tales que a ella la haré Reina de los Ángeles. Ella será vuestra reina.
Si los ángeles habían admirado el plan de amor que suponía la Encarnación, quedaron todavía más embelesados ante la santidad que les mostró en María. Antes de la rebelión, Lucifer había sido bueno, pero no había sido santo. Lucifer había sido grandioso por su naturaleza, esa mujer lo iba a ser en lo sobrenatural. De ella iba a nacer la Segunda Persona de la Santísima Trinidad cuando se encarnase. Ella sería la Puerta.
¡La Puerta!, exclamaron todos. El plan era de tal naturaleza que jamás podrían haberlo pensado los ángeles. Qué inteligencia en estas disposiciones. Qué santidad la de Dios que llegaba a estos extremos de amor. Qué humildad y sencillez la de Dios. Muchos ángeles sin dudar se postraron ante los designios de Dios, y acto seguido veneraron a la Virgen María Madre de Dios y Reina de los Ángeles antes de que naciera: ¡la Madre de la Palabra hecha carne!
Pero otros ángeles dijeron: Ya lo que nos faltaba. Si Dios nos pidió tanto antes, ahora colma la medida. ¿Qué será lo siguiente que nos exigirá? Hoy nos pide esto. Mañana puede pedir que adoremos a una vaca. Pasado mañana puede exigirnos que veneremos como reina nuestra a una abeja o a un árbol. Esto no puede seguir así.
Y los rebeldes se reunieron en un gran concilio. De allí salió la decisión definitiva de separarse. Encontraron culpable a Dios. El Creador si había sido Dios, había dejado de serlo.
A pesar de que dijeron ser definitiva la decisión, la guerra continuó. Intentaron convencer a más ángeles a que se unieran a la sedición. Y lo lograron. Hubo ángeles que cayeron en las trampas del intelecto. Hubo ángeles que no fueron fieles. El Poder del Error no podía ser subestimado. Aun así, más numerosas fueron las bajas entre los rebeldes. Muchos ángeles pidieron perdón, se arrepintieron de corazón.

Había un ángel que se destacó entre los ángeles fieles a Dios. No se trataba de un ángel superior, pero su amor sí que lo era. Fue él el que mantuvo más viva la llama de la fidelidad en los peores momentos de la batalla, cuando todo se vio más negro, cuanto pareció que la mitad de los ángeles iban a rebelarse. Y pudo transmitir esa llama. Se destacó en el bien, y su fe alumbró a muchos. Fue él el que en lo más negro del combate, en la hora más terrible, gritó en medio del silencio general del principio: ¡Quién como Dios!
En mitad de las multitudes silenciosas, en mitad del estupor que embargó todo el Cielo al escuchar a Lucifer, se escuchó su rotunda afirmación: ¡Quién como Dios!
Su afirmación fue como un puñetazo en mitad de la mesa. Y la repitió por segunda vez con tal gallardía, que sus palabras valieron por un discurso. Su exclamación para muchos fue más convincente que todas las razones del Rebelde.
Y así quedó su nombre: Michael, Miguel. El caudillo, el guerrero, el luchador infatigable e invencible. La luz de su vehemente amor iluminó a muchos confundidos, hizo caer en tierra a no pocos de los que luchaban por el error. Incluso los que combatían con Lucifer reconocían que ningún dardo envenenado con sus razones, podía penetrar la coraza de su fe inquebrantable. En medio de la duda, él fue imbatible.
Se le representa con coraza, pero no portaba ninguna coraza material. Era una coraza espiritual impenetrable a las seducciones que le lanzaban los inicuos. Su espada era la espada de la verdad, de la verdad sobre Dios. Miguel conocía mejor a Dios que los inteligentes, porque él amaba más.
Por eso los que le salieron a su encuentro, tuvieron que retroceder. Y así, él, el pequeño Miguel, se plantó justo ante Lucifer y le dijo a la cara que era un soberbio. Las palabras de Miguel tenían tal convicción que hirieron profundamente a Lucifer. Para él fue tan doloroso, que tuvo que volver sus espaldas ante Miguel y retirarse. Lucifer lloró de rabia, pero no lo pudo resistir.

Muy triste fue el legado de oscuridad que los soberbios trajeron. Si antes nos sentíamos protegidos, ahora la duda había sido sembrada. La duda, una vez insertada, era difícil de extraer. Para tener paz, necesitamos de la fe, de todas las fuerzas de nuestra voluntad. Si antes nos sentíamos como polluelos bajo las alas de una gallina, ahora planeaba la sospecha de que Dios no fuera Dios. La fe... ¿Qué era lo cierto? ¿Qué era lo falso? Estábamos necesitados de la fe. Si no, nos hubiera devorado el abismo de oscuridad que rodeaba el mundo angélico: nada hubiera tenido sentido, todo hubiera sido una gran mentira, Él nos habría engañado, Él hubiera sido como nosotros un ser finito. Hubiéramos estado creyendo cuentos, fábulas, pero en realidad no hubiéramos sabido ni de dónde veníamos ni adónde íbamos. No sabíamos de dónde veníamos, porque de pronto habíamos despertado al ser. De pronto, habíamos comenzado a existir. Tuvimos que creer con todo nuestro corazón.
Os recuerdo que no veíamos el rostro de Dios. Si hubiéramos visto su esencia, hubiera sido imposible no ver la verdad de las cosas en todo su esplendor. Pero Dios permitió la zozobra. Dios permitió que pudiéramos ser heróicos en la esperanza. La prueba nos forjó. Pero cuánto daño hicieron los sembradores de la mentira. Se deleitaban los inicuos en hacernos sufrir. En volcar sobre nosotros toda su baba. Ya no eran sólo razones, eran risas burlonas, su mofa, el escarnio de millones de espíritus rebeldes.
Nos insultaron. Pasamos por cándidos. Nos hicieron creer que éramos niños. Ellos eran los adultos. Ellos habían probado el licor de la libertad. Ellos habían probado el sabor de lo ilícito que tan prohibido habíamos tenido siempre. Ese sabor les volvió como locos. Aunque entre ellos no todos eran exaltados. Lo que hacía más creíble su movimiento de independencia era cuántos individuos razonables les apoyaron
Esta guerra fue larga, como fue larga la historia que hubo antes de la guerra. Conocéis muy poco por el Apocalipsis de nuestras crónicas. Lo que conocéis de esta protohistoria antes de vuestra historia, es como si resumiésemos el tiempo que va desde Abraham a Jesucristo en un par de párrafos. Pero nuestro destino eterno no se decidió en un momento: fue una guerra.

Durante esa guerra, imperceptiblemente, sin percatarse de ello, algunos de los antiguos ángeles se fueron transformando de seres bellísimos llenos de luz en monstruos repletos de resentimiento. El odio, el veneno que salía de sus bocas, la oscuridad de sus pensamientos, su soberbia, su deseo de hacer el mal, fue transformando a esos espíritus en seres deformes, feroces, horribles. Al final, daba miedo verlos.No tienen cuerpo, pero si viérais sus espíritus comprenderíais que hacéis bien en representarlos con garras, colmillos, colas, pezuñas y todos los atributos de los animales malignos de la tierra. También fue impactante la transmutación en Lucifer. Esos ojos clarísimos habían comenzado por destilar agresividad. En su boca fue como si crecieran dientes afilados y colmillos sedientos de sangre. Lucifer hubiera querido tener mil garras para arañarnos, agarrarnos y despedazarnos. Hubiera deseado pisarnos con pesadas patas de monstruo antediluviano. Eso es lo que queréis transmitir cuando lo representais con pobres iluminaciones sobre pergaminos o lo pintáis sobre un fresco en vuestras iglesias. No tiene cuerpo, pero es peor que esos pobres colores y líneas con que plasmáis lo que conocéis por la fe. Por una fe transmitida, transmitida de lo alto, que os viene de los Cielos.Satán era malignidad concentrada. El Mal en él se había vuelto ardiente. Dios, durante todo este proceso, le había hablado en su corazón, suplicándole que diera marcha atrás. Sí, todo un Dios le suplicaba. Le suplicaba no por debilidad, sino precisamente porque conocía cuán duro e impenetrable sería el muro de su justicia si Lucifer quedaba atrapado tras él. Por eso le habló como un padre habla a su hijo. Por eso le habló con una humildad cómo sólo Dios puede tener. Ante todo debía evitar que Satanás quedara atrapado detrás del muro de una decisión irrevocable.Pero el Maligno había acorazado su corazón, había echado siete cerrojos en cada puerta de su voluntad. Había cubierto de hierro cualquier apertura a su conciencia. Satán el Diabólico había asesinado a su conciencia dentro de sí. Detrás de esas puertas cubiertas de hierro, cerradas a cal y canto, yacía el cadáver de su conciencia, descomponiéndose. En su corazón portaba un fétido cadáver, y él respiraba muerte. La Muerte avanzaba en él cada vez más. Él no podía dejar de existir, no podía morir en ese sentido. Pero él deseaba la muerte de los ángeles que le torturaban con sus razones, con sus recriminaciones, con la amenaza de la ira divina, con el recuerdo de su santidad primera.
Sí, él había sido santo y ahora se revolvía en el lodazal de su inmundicia. No bastaban los discursos si quería vencer. Había que imponer disciplina. Había que ofrecer una sensación de fuerza, no de debilidad. Lo que hicieron los millones de ángeles rebeldes es difícil de explicar para los humanos que conocen nuestro mundo. Pero lo que vieron nuestros ojos es algo parecido a lo que pasó con el III Reich.
Había nacido un nuevo orden. Nuevas jerarquías surgieron. Los niveles no se basaban sólo en la inteligencia, el mal pasaba a ser considerado un elemento a tener en cuenta. Ángeles malvados fueron elevados sobre otros muchos. surgía una jerarquía de la iniquidad. Hubo cosas que no comprenderíais, pero que sólo se pueden comparar a los grandiosos desfiles como la Alemania nazi. La sociedad de los rebeldes tuvo magníficas demostraciones de fuerza que enardecieron a los espíritus, que les llenaron de una embriaguez satánica. Es sorprendente lo que puede lograr el poder de millones de individuos lanzándose decididamente en una dirección. Se impuso una disciplina.
Los ángeles además de conocimiento tenían poder. Los poderosos se impusieron sobre los débiles. Se implantó una tiranía. Sus lazos eran no materiales, pero muy reales reales. Cadenas del espíritu, pero cadenas. Así unos pocos podían dominar a muchos que se dejaban dominar con mayor o menor aquiescencia. Los más fieles de los demonios juraron por lo más sagrado seguir al gran guía diabólico, el cual ya era un dragón. El ejército de las tinieblas se fue tornando poderoso, firme y disciplinado. Atacaban en grupo el orden pacífico de los ángeles.


Imaginaos el orden de un sistema solar con sus planetas y satélites. Las hordas de los demonios podían irrumpir con salvajismo en medio de esa armonía. Extendiendo sus aullidos, su caos, el miedo. Leviatán se sintió fuerte, era el momento de su máximo poder: a los ojos de millones de ángeles, él era dios. El nuevo dios, el dios de la fuerza, el dios de la razon frente a una Divinidad silenciosa que imponía una doctrina de amor infantil, de humildad, de virtud. Satán había propuesto una alternativa, un nuevo reino, un orden nuevo, toda una nueva doctrina con las prodigiosas mentes que le habían acompañado. Satán había propuesto un nuevo reino, ahora lo imponía.
En el ápice de su poder, en lo más oscuro de la noche, con su cola el Dragón arrastró a la tercera parte de los ángeles. Una tercera parte de las estrellas cayeron. El resto con todas sus fuerzas resistieron el poder de la duda. De entre estos, bastantes tuvieron que emplear toda la energía de su voluntad para no dejarse arrastrar en una espiral de odio. No debían replicar con el mismo lenguaje. Devolver mal contra mal era un modo empezarse a convertirse en algo parecido a él. Algunos, en la defensa del Bien, se habían dejado llevar por el lado de las pasiones desatadas. Por eso, también algunos defensores de la Verdad mancharon sus espíritus inmaculados. Como ahora comprobaban millones de espíritus, el pecado era mucho más pegajoso de lo que habían pensado, se ramificaba, se extendía como un virus y anidaba en los corazones de aquellos que menos lo hubieran pensado. La duda y la desazón eran generales. Las verdades más firmes parecían derrumbarse. ¿Y si en Dios había anidado también alguna semilla de mal? ¿Y si Dios era débil?
Una tercera parte de los ángeles cayó. La sensación de derrota se enseñoreó de aquel mundo en esa hora desgraciada. El Dragón era fuerte. Era el momento más oscuro de la noche. Y en medio de ese triunfo de la sinrazón, el silencio de Dios.
Todos los buenos se volvían hacia esa Luz. Esa Luz que se ocultaba tras las nubes. Sus rayos de luz eran bellísimos, pero silenciosos. ¿Se quedaría inmóvil hasta que todo fuera destruido?
Pero Él observaba todo.
Se escucharon muchas oraciones dirigidas hacia el altísimo trono de Dios para que actuase. Haz algo, Señor, le suplicaban. Haz algo. No permitas que el mal siga avanzando.
Los perversos alzaban el rostro y el puño y proferían terribles blasfemias. Sacrilegios que horrorizaban los oídos de los cándidos espíritus. Se tapaban los oídos para no escuchar: ¡no querían escuchar! Pero todo estaba lleno de sus aullidos de bestias feroces.

Era el momento más amargo, con una tercera parte de los ángeles caídos en el error, aunque sólo una pequeñísima parte en el odio. Sólo una pequeña cantidad de espíritus caídos se habían malignizado hasta convertirse en demonios. Sólo un cierto número se habían vuelto monstruos. Sólo de las bocas de ese número de malditos se destilaba el veneno. El veneno que se mostraba en sus fauces, era el veneno que había fermentado en sus corazones. Se trataba de ángeles entenebrecidos, de ángeles envenenados, presas de un loco furor.
Al menos, los demonios eran pocos. El resto de los caídos simplemente se hallaban en las tinieblas del engaño, dudaban, habían prestado oídos a la nueva doctrina. El gusano que corroe en algunos buenos, pero débiles, estaba dentro realizando su valor. Por eso era urgente salvarlos, de lo contrario, si dejaban que la oscuridad echara raíces, acabarían engendrando rabia y se convertirían en demonios, poco a poco. Pero no era fácil limpiar un espíritu. Tenían la palabra como arma, como semilla. También la oración y el sacrificio, las buenas obras, la alabanza a Dios, sí, el Bien también tenía sus armas. Pero en la confrontación entre el Bien y el Mal siempre se tiene la sensación de que el lado del Bien es débil, que está en inferioridad de condiciones. Es una sensación muy difícil de superar. El Mal siempre parece más fuerte, siempre parece que se mueve con más libertad. Sobre todo, era difícil superar el silencio de Dios. Siempre ese silencio.Muchos pensaron en ese momento que los demonios podían vencer. Que por alguna extraña razón que no comprendían, el Mal podía vencer al Bien. Muchos buenos se dijeron: ¿y si hay alguna razón que no hemos considerado por la que las Tinieblas puedan preponderar definitivamente? ¿Y si algo no ha entrado en nuestros cálculos? No es que digamos que la Oscuridad pueda aniquilar a la Perfección, pero ¿y si ambas están condenadas a coexistir? Quizá Dios sea un Padre que no puede hacer nada contra la desobediencia. Quizá exista una raíz oculta de debilidad en la Bondad. Quizá fuera de la Esfera sea un lugar donde Bien y Mal sean dos opciones indiferentes. Muchos espíritus se embarullaron. Muchos erraron por los caminos del pensamiento. Algunos cayeron en las ciénagas de la tristeza. Otros en la lujuria del ego. Otros en la idolatría del Dragón. Algunos se perfeccionaron en el arte de dominar otros espíritus, y se deleitaban en forjar esas cadenas, en cazar ángeles en sus redes de pensamiento.

Dios tras sus nubes parecía imperturbable.

Pero así como unos espíritus fueron consumando su transformación en seres de oscuridad, otros refulgieron con un brillo más puro. Los cielos eran un campo de batalla. En medio del desorden se mantuvieron espacios de armonía. Eran islas donde la fidelidad se preservó. Ángeles unidos que mantuvieron sus vínculos de fidelidad entre sí bajo la obediencia a Dios. Fuera estaba el campo de batalla donde las fuerzas del caos obraban. En ese campo de lucha, entre muchos indecisos, entre muchos débiles, los peores se satanizaron, y los mejores se divinizaron bajo la acción de la gracia.

Visto desde la altura del ahora, aquel tiempo de triunfo del mal no fue muy largo, pero se nos hizo eterno. Hubo mucho sufrimiento, mucha santidad mancillada. Si los ángeles hubieran podido llorar, muchas lágrimas hubieran caído de los cielos. Hubo ángeles verdaderamente torturados en su espíritu por otros ángeles, que ya no merecían el nombre de ángeles, sino de demonios.
En mitad de esa desolación, de esa lucha, de esa falta de esperanza, sin que nadie lo esperara, varios ángeles santos, varios espíritus que se habían dedicado a la oración y el ascetismo, profetizaron el mismo mensaje en distintos puntos del mundo angélico. Y clamaron con voz solemne y tan fuerte que hasta los mismos demonios lo oyeron:
Así dice Dios: Mío es el poder y mía es la gloria. Mi fuerte brazo podría conocer la victoria ahora mismo. Nada puede resistir mi decisión. Una sola palabra de mi boca, y la Nada sería de nuevo la morada eterna de los malvados. Yo saco de la Nada y puedo devolver a la Nada. Yo no lucho contra nadie, porque nadie puede luchar conmigo. Podría Yo mismo poner orden con mi diestra. Pero otros son mis planes. Los que ahora se creen invencibles, por simples criaturas serán vencidos. El Mal no sólo retrocederá, sino que será expulsado de los Cielos. Mas la humillación será plena, porque no será mi brazo, sino otros ángeles lo que llevarán a cabo mi designio. Ésta es mi decisión y así se hará.
Los demonios se quedaron perplejos. ¿Cómo se habían puesto de acuerdo tantos angeles en dar el mismo mensaje? Por un momento sintieron el escalofrío de pensar que eso fuera verdad. Pero en seguida se recobraron y lanzaron nuevos gritos de lucha. Volvieron a la batalla y cosecharon nuevas victorias. El Diablo avanzaba como un gigantesco monstruo con muchas patas que acababan en garras. Como un monstruo de largo cuello y boca de dientes de acero, rodeado por una multitud de seres infernales que se veían como pequeños peces rodeando a un cetáceo, como saltamontes alrededor de un cocodrilo. Satán avanzaba con paso pesado, nadie lo podía detener.
En medio del rumor de miles de pasos del Ejército del Abismo, se oyó el tronar de los ángeles más perfectos, de los que más habían amado. Era como si levantaran su espada, la espada de la verdad. Su rugido de león fue como un trueno que recorre todo el cielo. Una andanada de flechas, las flechas de las razones, se clavaron en los corazones de muchos rebeldes. Grandes ejércitos de rebeldes tuvieron que retroceder ante el dolor de las razones, ante la afilada hoja de la verdad. El Bien también había formado su ejército. Cuatro ángeles de la máxima jerarquía (los cuatro que un día estarían alrededor del Trono del Cordero) habían organizado la defensa de la causa de Dios.
Los malvados se habían ido acercando más y más hacia Dios, desplazando a las miriadas de ángeles. Era como si quisieran llegar hasta Dios mismo y atacarlo. ¿Querían penetrar en Él? ¿Pero qué creían que podían hacer? ¿Creían que era como un ángel más? El odio los había cegado. No sabían lo que hacían. Creían poder matar a Dios. Por eso, Satán recibió el sobrenombre de El Asesino desde el Principio. Para Belcebú, otro de sus nombres, el Ser Infinito era el obstáculo entre él y su libertad. Si hubiera podido asesinarlo, lo hubiera hecho sin dudar. Hubiera preferido un Universo sin el Padre. ¿Pero cómo se mata a un espíritu? Belial, otro de los nombres del Diablo, lo hubiera intentado; al menos intentarlo. Quería intentar lo imposible. En su ebriedad, perdió la percepción de sus límites.
Belial se había acercado a Dios, pero ahora el poder de los Cuatro Grandes, los cuatro espíritus más gradiosos después de Lucifer, había tronchado su vanguardia, había provocado una gran derrota en las fuerzas del Mal. Y el arcángel Miguel parecía imparable en medio de seres mucho más colosales que él.
Los ángeles fieles alzaron dos estandartes. En realidad, no eran estandartes materiales. Ni materia, ni instrumentos, podían hallarse en los Cielos. Pero lo que ellos alzaron sólo se puede comparar con un gran estandarte. El primer estandarte que alzaron era el de Jesucristo. El segundo que se alzó poco después fue el de la Reina de los Ángeles. La visión de aquellas dos figuras fue irresistible para los demonios. Les volvía como locos. Era como si esas figuras removieran todos los resortes de odio de aquellas serpientes y escorpiones. Un odio que les cegaba, que les sacaba fuera de sí. Su lucha se volvía cada vez más ineficaz a consecuencia de que no podían controlar dentro de sí el incendio de su ira.
Muchos ángeles caídos se alejaron de los demonios. Veían claramente que estaban siguiendo a unos locos. Podían no entender todos los planes de Dios, pero lo que no podían hacer era seguir a unos dementes.
Por el contrario, la imagen de Jesucristo que habían levantado los ángeles era bellísima. Reflejaba todo el amor que Dios les había dicho que tendría por los hombres, y por ende también a los ángeles. La imagen de la Santísima Virgen María era igualmente toda una predicación. La predicación era muy sencilla: había que someterse a los dictados de Dios. La humildad...
Toda la inteligencia de los ángeles buenos se había empleado en elaborar hasta los más pequeños detalles de esos estandartes. Conjuntamente los fieles habían alzado en el Cielo esos dos estandartes. Lo que no se imaginaban al realizarlas, era que esas imágenes iban a desprender como una espiritualidad tan irresistible. Los ángeles miraban extasiados los estandartes.
¡Quitad eso de ahí!, gritó Luzbel. Quitad eso de en medio de los Cielos. Pero las huestes de Dios ya avanzaban imparables, como un ejército ordenado, en formación cerrada. ¡Por Jesús y María!, gritó Miguel. Y bajo la mirada lejana de los Cuatro Grandes Espíritus, el capitán de las huestes, justo delante de todos esos millones de soldados, alzó su espada resplandeciente de verdad, y exclamó con una voz que se escuchó en todo el Cielo: ¡Quién como Dios!
Ni todas las mentiras de los demonios pudieron resistir el embate del Ejército del Bien. A cada momento que pasaba, más y más ángeles caídos comprendían por fin, se arrepentían y abandonaban las filas de Belial. Los demonios se afanaban con sus garras por apresar intelectos. Pero era como si la luz de la mañana se hiciese, y los engañados comprendieran qué equivocados habían estado. Señor, perdóname, se oía por todas partes. Y los arrepentidos se alzaban hacia arriba abandonando el campo de batalla. Dios mío, ¿cómo he podido caer tan bajo?
Cuánta más luz se hacía entre los ángeles, más descoordinados, más sin sentido, más salvajes, pero sin efecto, eran los golpes de sus garras en mitad del aire. Eran movimientos desesperados tratando de agarrar algo, tratando de herir a los ángeles que huían del Mal. La ebriedad había pasado.
Sólo los peores, sólo los más endurecidos en el mal, resistieron todas las razones, todas las oraciones, todas los esfuerzos que los buenos hicieron por su conversión. Pero, al final, hubo un número de irreductibles. Sólo uno de cada varios miles de ángeles se mantuvo petrificado en su decisión. Eran millones. Desgraciadamente eran millones.
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Diez meses después, añado estas líneas para decir que la historia entera se puede pedir en versión PDF en este e-mail:
fort939@gmail.com
Gustosamente la enviaremos gratis. La historia que aparece aquí es sólo una parte. El libro entero sería excesivamente largo y en PDF se lee más cómodamente.
En este blog comenzó a aparecer por entregas, pero después ya lo acabé como libro completo, y lo entrego con placer a quien desee conocer y amar más a los ángeles.
Un saludo a todos los lectores.