Hay una cosa que a los obispos desearía pedirles de
rodillas: que nombren sacerdotes que se preocupen del bien espiritual de los
sacerdotes. Esta función la debería ejercer el arcipreste. Sobre esto ya he
hablado en mi libro Colegio de Pontífices.
Como tanto en ese libro, como en este blog, ya he hablado de lo que debería ser
esta figura, no voy a repetir, otra vez, lo ya dicho. Pero hoy he vivido en
primera persona un episodio presbiteral con un hermano que me ha impulsado
desde lo más íntimo, casi como un grito del alma, a escribir unas líneas sobre
el tema.
Por favor, os ruego que paséis este post a vuestros obispos y vicarios episcopales.
Sería tanto lo que tendría que decir, que voy a
delinear esquemáticamente las ideas sin extenderlas explicándolas. Aclarando
desde el principio que, como digo en ese libro, la figura del arcipreste no es
la del director espiritual, sino que actúa siempre en el ámbito externo
personal o ministerial.
Hay que partir del hecho de que ningún obispo puede hacer
un seguimiento adecuado de todos sus sacerdotes. Si algún obispo cree que puede
realizar tal cosa, viviendo algunos de sus presbíteros en lugares lejanos, y hablando
con ellos, personalmente, una o cuatro veces al año, se equivoca. ¿Puede un
párroco hacer un seguimiento de un sacristán que viviera a cuatrocientos
kilómetros si ese seguimiento de su persona y ministerio se redujera a
entrevistarse con él cuatro veces al año? Evidentemente, no. Pues,
desgraciadamente, esto es lo que sucede en la mayor parte de las diócesis.
Hay que conseguir sacerdotes que sean faros,
verdaderas figuras paternales, hombres de Dios que descollen como directores
espirituales, y encargarles de sus hermanos sacerdotes.
El cargo de arcipreste se encomendaría a sacerdotes
de cierta edad, conocidos por su celo, rodeados de la fragancia del buen olor
de Cristo. En principio, cada arcipreste visitaría a sus sacerdotes, como
mínimo, una vez cada dos meses. Si un arcipreste tiene encomendados a diez
sacerdotes, de ahí la palabra decano, sólo tendría que visitar a cinco
sacerdotes al mes. Si por proximidad, visitara a dos sacerdotes en una mañana,
sólo tendría que dedicar dos mañanas al mes a esta tarea. En una mañana podría
visitar a dos y en otra a tres. No es una labor agobiante.
Quizá habría arciprestes que tendrían a su cargo a
catorce sacerdotes en un arciprestazgo, y otros tendrían a siete. Pero diez es
un número muy adecuado. Y los arciprestazgos deberían tener en cuenta esta
labor personal con los sacerdotes a la hora de hacer divisiones.
He hablado alguna vez con algún obispo y me ha comentado la dificultad de encontrar sacerdotes así. Me han dado gana de decirle: ¿En
serio que en su diócesis no puede encontrar a diez sacerdotes que sean los
mejores entre todos?
Estas figuras no pueden ser designadas por votación.
Hay que consultar a todos. Y después volver a consultar a los mejores
consejeros de la diócesis. Y tras meditarlo mucho, nombrar a las figuras que
sean más incontestables.
El cargo de arcipreste no sería una función temporal
de camino hacia otra. En principio, sería una función con vocación de
estabilidad máxima. Sus ramificaciones en el clero requieren que un arcipreste
sea como un árbol. Incluso, en muchos casos, lo normal sería, además, que el
arcipreste acabara siendo de los curas más antiguos en el arciprestazgo.
A estos faros habría que esparcirlos por el
territorio de la diócesis. habría que colocarlos en cada arciprestazgo, entre
los sacerdotes, como un tesoro, como un ejemplo. Muchos de ellos fácilmente acabarían,
de forma espontánea, convirtiéndose en confesores de sus hermanos.
La pregunta ¿quién se ocupa del sacerdote? quedaría de
esta manera resuelta: de cada presbítero siempre se encargaría un sacerdote santo.
Del arcipreste se esperará que sea de una sinceridad
absoluta en sus conversaciones con cada presbítero. Mi misión es señalarte tus defectos.
Después tú haz lo que quieras.
El arcipreste le podría decir también: No estoy aquí
para hacerme tu amigo. Tú escoges a tus amigos. A mí lo que se me ha encargado es
conversar contigo acerca de aquello en lo que debes mejorar. Yo te diré lo que se
dice de ti entre el clero, lo que yo perciba directamente, también lo que tus feligreses
me hayan dicho.
El arcipreste debería recordar al presbítero que ni le
va a imponer nada, ni puede hacerlo, ni desea hacerlo. Yo estoy aquí como hermano
mayor tuyo.
Yo estoy aquí para recordarte que en el sacerdote
el trabajo ministerial y la vida personal forman una unidad. Y que las deficiencias
en el desempeño del ministerio, muy a menudo, tienen su raíz en problemas internos
del presbítero.Vuelvo a recordar que el arcipreste sólo hablaría del ámbito externo, de los defectos externamente visibles: defectos muy pequeños, medianos o grandes. Pero esas cuestiones deben ser abordadas. Y precisamente si los defectos son graves, el arcipreste es necesario que el arcipreste actúe, pues ya se ve que la dirección espiritual (con quien la tenga) no está funcionando como remedio.
Con poco más de doce arciprestes, en una diócesis de
150 sacerdotes, no quedaría abandonado ningún capellán, sacerdote jubilado o temporalmente
descansando por enfermedad. De esta labor paternal no quedaría excluido nadie. Hasta
el vicario general o el secretario del obispo tendrían el arcipreste que les tocase
por razón de su zona. No sería poca ayuda para un vicario episcopal que su anciano
arcipreste le hiciera notar los defectos que el clero ve en él y las cosas que se
dicen de él.
Si vemos qué cosa tan grande es esta figura del Derecho
Canónico, colocada entre el obispo y el presbítero, pero sin poder, entenderemos
la urgencia que existe de revitalizarla.